Uno de los primeros renders que se hicieron públicos por parte de Lilium, allá por 2016
Aunque empezamos a seguir con mucha ilusión todos los desarrollos relacionados con la movilidad aérea urbana, hubo un momento en que empezó a parecernos una burbuja: más de 200 empresas, muchas con experiencia cero en el desarrollo de aeronaves y el sector aeronáutico. con sus respectivos modelos presentando imágenes generadas por ordenador intentando lograr inversiones. Y de la ilusión pasamos a ser críticos con este tipo de transporte.
Y ahora, Iceberg Research presenta un estudio basado en información pública, y hemos de reconocer que refuerza en muchos aspectos la opinión que teníamos sobre el proyecto.
El artículo de investigación es largo, así que vamos a centrarnos en los puntos más importantes, si queréis leerlo en detalle el enlace al artículo está en las fuentes.
Baterías y Autonomía
Lilium promete un alcance de 155 millas. Aunque ninguno de sus prototipos ha volado hasta ahora más de 3 minutos, y ninguno a carga máxima (7 pasajeros). Se cree que uno de los motivos para esto es el gran consumo de sus baterías. Los argumentos de su CEO es que el consumo de las baterías se puede reducir, reduciendo al máximo el tiempo que la aeronave vuela a punto fijo durante el despegue y el aterrizaje. Los más críticos dicen, decimos, que sus estimaciones de tiempo se quedan cortas y posiblemente no contemplan los requisitos de las autoridades en cuanto a tiempos de reserva, en caso de motor y al aire, por ejemplo. Parecería que están calculados solo en condiciones óptimas, al menos los que se han hecho públicos.
Además el CEO esgrime como argumento la gran capacidad de sus baterías, MUY por encima de las que existen en el mercado hoy en día, y sólo próxima a algunas experimentales de laboratorio.
Tampoco han hecho público quién será el proveedor de las baterías, pero se cree que podría ser Zenlabs Energy Inc, empresa participada casi en un 35% por Lilium. Sin embargo esta compañía ya ha sido acusada anteriormente de haber publicado datos falsos sobre el rendimiento de sus baterías de forma consciente e interesada.
Además, si bien el diseño con hélices entubadas facilita la integración con el entorno, con usuarios no especialistas en el manejo de la aeronave o con peatones, al carecer de superficies cortantes, le hacen ser un modelo especialmente sediento, por ser el modelo menos eficiente para el vuelo a punto fijo.
Certificación
Según la hoja de ruta publicada por Lilium, la aeronave debería estar certificada por la autoridad europea para 2023. Sin embargo está lejos de cumplir los objetivos, tanto por número de horas de vuelo requeridas para la certificación, como por el estado de desarrollo de la aeronave: actualmente es aún más próxima a un demostrador tecnológico que un prototipo de pre-producción.
Financiación
Para terminar, y según las estimaciones de Iceberg Research, a Lilium le quedarían 18 meses para quebrar, salvo que recibieran alguna ronda de financiación extra.
Conclusión
El proyecto tiene mala pinta, va con retraso, e incluso la universidad donde estudió el CEO ha renegado de él, indicando que sólo quería asociar el nombre de la empresa al de la universidad por motivos de márketing, para un proyecto poco viable.
La hoja de ruta la destripamos hace nada, y a IvánRiveraBruckneritele hizo gracia… y como le acababa de presentar el proyecto del Archivo sonoro de Sandglass Patrol, decidimos grabar sobre ello. Y hablamos de esta hoja de ruta, pero la mezclamos con trenes, generación de electricidad en islas, colza y hombres de las cavernas.
pd: Si la intro y la despedida os son familiares, que no os sorprenda. En un ejercicio de nostalgia podcasteril he hablado con Javier Lago para pedirle permiso y utlizar la introducción que hizo para el que, si no recuerdo mal, fue el primer podcast español sobre aviación: Remove Before Flight RBF podcast.
Países Bajos ha publicado una hoja de ruta para descarbonizar sus vuelos. Vamos a intentar resumirla y comentarla.
Introducción
Situación actual
En 2020 el Reino de Países Bajos (Aruba, Curazao, San Martín y los Países Bajos) estableció unos objetivos para descarbonizar la aviación. Por ejemplo se marcó 2030 para que todas las operaciones terrestres estuvieran electrificadas, incluidos los vehículos de remolque. Para 2050 todos los vuelos de menos de 500km de radio que partieran de su territorio deberán ser también eléctricos.
Por las infraestructuras disponibles, es más factible realizarlo en el territorio continental. Sin embargo, teniendo en cuenta que el alcance de los aviones eléctricos de entre 9 y 19 pasajeros, para 2030, apenas será de unos cientos de kilómetros, los vuelos de enlace entre islas parecen ser los más idóneos para ser electrificados. Además se cree que podría abaratar los costes de los vuelos, así como mejorar la fiabilidad de los motores, y por tanto aumentar la disponibilidad de las aeronaves y bajar también los gastos de mantenimiento.
@Jeibros, investigador en robótica e inteligencia artificial (Univ. Del País Vasco)
Coches autónomos, drones repartidores y aerotaxis son algunas de las promesas tecnológicas que resuenan en la sociedad en los últimos años. A menudo tendemos a pensar que la no-llegada de estos métodos de transporte a nuestras vidas se deba a la falta de una inversión económica mayor. En definitiva, a una cuestión de voluntad. Lo quiero, lo tengo. Y la realidad se empeña en demostrar algo diferente.
Seguro que los lectores tienen en la mente la historia de las alas de Ícaro. Probablemente, desde que el hombre es hombre, ha soñado con esa sensación de volar, quizás una de las más cautivadoras y románticas formas de transporte. Cuando finalmente se logró dominar ese anhelo, cambió el mundo. De la misma manera que lo cambió la adopción masiva de diferentes maneras de transporte a lo largo de la historia, desde el transporte de grandes bloques de piedra de pirámides, hasta el desarrollo de cohetes. Y la consecución de coches autónomos y el transporte aéreo urbano implicaría lo mismo.
Por poner las ideas en perspectiva, el sueño popular de los coches autónomos ya se refleja en una viñeta de General Motors en 1956, y un par de décadas antes se transmitía la idea del coche particular como un lugar de descanso, disfrute, estatus e intimidad. Quizás asumamos un tecnooptimismo que crea que cualquier avance tecnológico acarreará ventajas sobre lo anterior. Y la realidad se empeña en demostrar algo diferente.
En el caso de los drones, más correctamente denominados UAVs, la experiencia está demostrando que su uso no es la mejor opción siempre. Las empresas y gobiernos apuestan por estos aparatos en los casos en los que la alternativa al uso de UAVs representa una opción excesivamente cara, lenta, peligrosa o de baja calidad. La autonomía de estas naves, la formación que requiere su manejo, la falta de robustez y seguridad y la incipiente legislación limitan muchas posibles actividades empresariales.
¿Es factible el transporte de mercancías con drones? Sí.
¿Actualmente cumplen el nivel de servicio que se le exige a cualquier servicio comercial? No.
De hecho, los diferentes experimentos de transporte urbano que se han llevado a cabo en diferentes regiones del mundo están demostrando que el uso de los drones es bastante costoso, pero que puntualmente, pueden llevar una medicina u otro paquete a una velocidad superior a la de otros métodos de transporte, o incluso llegar a zonas aisladas o de difícil acceso. Sacrificamos coste por premura. Pero aún estamos muy lejos de llegar a ver drones de diferentes empresas conviviendo de manera autónoma en un mismo espacio aéreo, cumpliendo fiable y rápidamente con cada envío. No es un sueño fácil. Aunque probablemente también a la sociedad del momento le costaría imaginar a repartidores de pizza en moto.
Y lo mismo se podría afirmar sobre los vehículos aéreos personales y aerotaxis. Las empresas llevan décadas presentando modelos comerciales de estas aeronaves. En 1946 apareció el Fulton FA-2 Airphibian: un coche que en cinco minutos podía convertirse en una avioneta. Pero costaba tanto como esos dos transportes juntos, y la gente no los compraba. Quizás en nuestra imaginación pensemos en un modelo más actual, compuesto por varios rotores de hélices. ¿Y en qué se diferencian entonces de tener la opción energéticamente eficiente, es decir, un helicóptero?
Hemos leído en titulares pasados en prensa, la promesa de millones de vehículos autónomos para 2020, o que para 2015 ya podríamos disfrutar de la entrega de paquetería con drones. A toro pasado, es fácil ser jueces de la historia.
El desarrollo tecnológico y la ciencia no progresan linealmente, y que una tecnología sea factible y funcione no son razones suficientes para su penetración en nuestras sociedades. Podemos hablar de los datos que conocemos gracias a experimentos urbanos de servicio de drones, o de las limitaciones que las leyes físicas que nos impone la realidad. Varios gurús de Silicon Valley pueden realizar anuncios grandilocuentes, pero últimamente, la realidad se empeña en demostrar algo diferente.
Todo el transporte será electrificado. No es algo que, hoy, podamos cuestionar de ninguna forma significativa. Las necesidades impuestas por las consecuencias climáticas de la evolución de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera terrestre son palmarias y evidentes: tenemos que reducir a cero nuestra contribución neta de gases de efecto invernadero si no deseamos vernos inmersos en una catástrofe a cámara lenta que conllevará, entre sus resultados más previsibles, una intensificación de los fenómenos meteorológicos extremos y la reducción radical de la diversidad biológica del planeta. Quién sabe si incluida en esa reducción de la biodiversidad estará nuestra propia especie, Homo sapiens. Y, aunque no lo estuviera, puede que nuestra civilización no sobreviva al asalto del calor, la humedad, el viento extremos, y a la desaparición de incontables formas de vida, destrozando las cadenas tróficas de las que dependemos para nuestra subsistencia.
Así pues, ante un riesgo existencial tan claro, afirmar que el transporte será electrificado es una obviedad. Podemos discutir acerca de plazos, de disponibilidad de materiales o de legislación, pero las respuestas son conocidas de antemano: tan pronto como sea posible, hay materias primas suficientes (y en el caso de que no las hubiera, deberíamos antes restringir nuestras actividades de transporte que continuar con emisiones que no podamos reducir o compensar de algún otro modo) y la legislación estará a la altura, salvo que elijamos, colectivamente, suicidarnos. Opción esta que después de la legislatura de Donald Trump en los Estados Unidos no parece tan implausible.
En un contexto así, ¿tienen sentido lo que ha dado en llamarse «movilidad aérea urbana»? Es dudoso. El urbanismo moderno, respondiendo a la llamada de los científicos, está planteando la vuelta a espacios «caminables»: ciudades densas en las que una gran mayoría de los servicios y puestos de trabajo se encuentran a distancias de la residencia que pueden cubrirse andando o mediante alguno de los llamados «medios blandos», electrificados o no: bicicletas y patinetes. El tráfico rodado, cuya existencia y cuyos atascos justifican en la mayor parte de los planes de negocio de las empresas que proponen soluciones de movilidad aérea urbana, está llamado no a desaparecer, pero sí a ser drásticamente dificultado. Del mismo modo que el aumento de capacidad de una vía genera una demanda inducida que lleva al tráfico a un nuevo punto de equilibrio de atascos en semanas o meses, se está demostrando que su reducción produce desplazamientos modales hacia los medios favorecidos. En este contexto de evolución urbana, apoyar iniciativas de movilidad aérea de corta distancia y baja capacidad es prácticamente una apuesta ideológica por el mantenimiento de un statu quo.
Sin embargo, no está demostrado que el nivel actual de desarrollo tecnológico en sistemas de almacenamiento de energía y plantas motrices permitan, hoy, este despliegue. Consideremos una batería de iones de litio, las que mejor energía específica ofrecen (medida en vatios-hora por kilogramo). Esta cifra de mérito se encuentra en la actualidad en el entorno de los 250 W·h/kg, y ninguno de los desarrollos de baterías en fases previas a la industrialización, pero más allá de una prueba de concepto en laboratorio (en términos de Technology Readiness Level, TRL o nivel de madurez tecnológica, entre los niveles TRL 3 y TRL 8) ofrece mejoras más allá de un factor dos de cara al futuro a cinco años vista, y con los riesgos inherentes de fracaso de cualquier proyecto de innovación tecnológica. Pues bien: el humilde queroseno de aviación ofrece casi 13 kW·h/kg, más de cincuenta veces la energía específica de cualquier batería. Incluso aplicando una corrección de rendimiento para igualar el hecho de que las baterías funcionan dentro de plantas motrices capaces de transformar el 90 por ciento de la energía bruta en movimiento, mientras que el queroseno arde en motores térmicos con rendimientos inferiores, no logramos que las baterías estén más cerca de los motores de combustión en energía específica que por un factor de veinte, en el mejor de los casos. Esto supone un recorte drástico de prestaciones para las aeronaves eléctricas, que se ven forzadas por diseño a configuraciones mono o biplaza en las que se prescinde completamente del piloto por imperativos de sostenibilidad financiera disfrazada de una mejor accesibilidad para la población general, que no necesitaría así licencias de piloto para poder ponerse a los mandos de uno de estos aparatos. Cuando la capacidad de transporte es superior para intentar cumplir con un requisito habitual en el transporte discrecional de viajeros de pequeño tamaño, a saber, disponer de cuatro o cinco plazas (algo que reflejan aeronaves del tipo del helicóptero Airbus H135), los tiempos de vuelo quedan reducidos hasta los quince minutos, como en el prototipo de multicóptero eléctrico eVTOL CityAirbus de Airbus.
Estos rangos minúsculos podrían tener sentido en contextos estrictamente urbanos, para canalizar demanda de transporte de o hacia un hub central de transporte (como un aeropuerto). Sin embargo, las baterías imponen más limitaciones operativas al funcionamiento de estos aparatos: deben recargarse, y el proceso de recarga es, por la misma limitación tecnológica de energía específica, muy lento en comparación con el repostaje de una aeronave convencional. La carga rápida en corriente continua más capaz existente en el mercado requiere 150 kilovatios de potencia en los puntos de recarga, lo que puede de por sí suponer una traba para la extensión de estos puntos, que requieren una infraestructura eléctrica de distribución y conversión específica. Este proceso de carga es fuertemente no lineal en cuanto a tiempos, encontrándose el tramo más rápido entre los niveles de carga del 20 y el 80 por ciento. Podemos estimar que el ciclo de carga de una batería de 110 kW·h como la del CityAirbus, se encontraría en el entorno de la media hora. Esto impondría un tiempo entre servicios de 45 minutos, y una tasa de aprovechamiento del vehículo del 33 por ciento. Dramáticamente inferior a la de cualquier taxi eléctrico, que en condiciones similares de carga puede rebasar el 90 por ciento. Esta cifra afecta gravemente a la rentabilidad del sistema de transporte, que necesitará salir al mercado a precios por viaje alrededor de treinta veces superiores a los del transporte de superficie (considerando que los costes de amortización del vehículo sean solo diez veces superiores a los de un taxi eléctrico convencional, lo que está también por demostrarse), y no tiene en cuenta la amortización de las instalaciones y personal del segmento de tierra.
Una respuesta usual y despreocupada de un mercado acostumbrado a los CEO fanfarrones y estrambóticos como Daniel Wiegand (de Lilium) es referirse a la posibilidad del intercambio en caliente de baterías. Estos sistemas, siempre postulados como completamente automáticos para reducir el efecto deletéreo para las cuentas de cualquier sistema de transporte del personal especializado, requieren de una serie de desarrollos que no existen. El contacto eléctrico en voltajes medios de corriente continua (las baterías suelen disponer de bornas a 600 voltios) no es algo que tomarse a la ligera. Incluso Elon Musk, el magnate de la automoción y los cohetes, famoso por realizar propuestas tecnológicas entre bizarras (en el sentido de valientes) e insensatas, y a veces lograr con resonante éxito sus objetivos, se vio obligado a recular de su propuesta de establecer una red de estaciones de servicio robotizadas para realizar intercambios en caliente de las baterías de los automóviles eléctricos de su marca. La realidad es que no es nada sencillo asegurar un buen contacto en una interfaz eléctrica desmontable sin recurrir a conectores especiales, e incluso estos no están pensados para su desconexión y conexión frecuente o rápida. Los fenómenos de deterioro térmico y oxidación de las superficies conductoras por la formación de puntos calientes en microcontactos son una fuente de fallos inaceptables en plataformas terrestres. Cuánto no lo serán, entonces, en vuelo, donde los puntos de conexión estarán sujetos a solicitaciones mecánicas muy duras.
El cambio de baterías rápido y habitual es, pues, una entelequia dado el estado del arte del sector, y las baterías mismas deberían ser capaces de entregar una energía específica un orden de magnitud superior al que ofrecen hoy para hacer del transporte aéreo una alternativa viable. Es necesario recalcar que no existen limitaciones físicas conocidas que impidan la existencia de estas baterías, pero tampoco hay un camino de desarrollo claro que nos lleve hasta ellas. Las alternativas son optar por células de combustible de hidrógeno, con sus propios problemas de fiabilidad, durabilidad y peso, o desarrollar sistemas basados en biocombustibles con vertidos netos de dióxido de carbono a la atmósfera cercanos a cero. Esta última posibilidad sí dispone de una hoja de ruta clara y será una posibilidad muy real en el entorno de la década de 2040, o antes si los desarrollos se aceleran. Sin embargo, no constituye una opción válida para la movilidad eléctrica urbana: los aparatos voladores resultantes serían equivalentes exactos de los helicópteros actuales, y ningún planificador urbano moderno aceptará jamás un tráfico masivo de artefactos tan ruidosos, por no hablar del nivel de emisiones que, aunque sea muy reducido en el balance global, será positivo en el punto de trabajo del vehículo. La opción de los biocombustibles vendrá al rescate de la aviación comercial convencional, cuyos vuelos (y por tanto emisiones) suceden a alturas muy elevadas y sobre territorios poco poblados o sobre el océano.
De todo esto se deduce que las limitaciones propias de las plantas motrices eléctricas harán de las aeronaves eléctricas de despegue vertical una realidad si el mercado se empeña en crearlas, y tendrán sentido solo si logran niveles de fiabilidad superiores a los de los actuales helicópteros, lo que requerirá largos años de vuelos de prueba y certificaciones. Aun así, volar en uno de estos aparatos será, seguramente, algo no muy diferente de hacerlo en un helicóptero actual, lo que lo dejará al alcance de segmentos de la población extremadamente exiguos. Es totalmente pertinente preguntarse, al ver el powerpoint de alguno de estos sistemas futuristas, como decía Cicerón, cui prodest.