Era alrededor de los años 20 del siglo pasado cuando lunáticos como Giulio Dohuet en Italia o el general Billy Mitchell lanzaban sus peligrosas soflamas sobre las nuevas amenazas que la aviación podía introducir en una futura guerra.
La historia de ambos es bastante triste e incluyen marginación y juicios.
El italiano cometió la osadía de vaticinar que en la próxima guerra los aviones atacarían a la población civil en sus propios hogares, más allá de las líneas del frente y, por tanto, la ruina de las naciones contendientes sería mayor que la sufrida en la trágica Primera Guerra Mundial. En 1936, el mundo contemplaba consternado la verdad en la arrasada villa de Gernika.
El segundo humilló a la marina hundiendo con una única y primitiva bomba (fabricada bajo encargo por artillería) un acorazado tipo “Dreadnaught” (el poder definitivo hasta la fecha) y proclamó la indefensión de la flota americana ante ataques de este tipo. Menos de 20 años después tenía lugar el ataque a la base aeronaval de Pearl Harbor donde la escuadra de acorazados del Pacífico fue practicamente aniquilada en unas pocas horas.
Noventa años nos separan de estos visionarios y hemos perdido contacto con lo que supone una guerra a gran escala. Estamos acostumbrados a que ninguna nación puede permitirse una fuerza aérea de la calidad y tamaño de la estadounidense, nuestro aliados. Nos hemos habituados a que las misiones de combate las realicen un par de aviones todo lo más. Las razones son muchas: el enemigo normalmente es pobre y no pone (si lo hace) muchos aviones en vuelo, los objetivos son esporádicos y tipo guerrilla, los aviones son caros, lo mismo que el combustible.
En definitiva, que con estas reglas, el que tiene menos dinero pierde.
¿Pero y si alguien rompe las reglas del juego?
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